miércoles, 3 de julio de 2019

El cuento de la rocina marismeña




Siempre he dicho que, si fuera un animal, sería un caballo. Me encantan. Su silueta y su porte, la firmeza de su cuello, su mirada... Muchas alabanzas, la nobleza es la más conocida, son las que definen a este esbelto y bello animal.

Hace poco he conocido el origen del nombre del bosque de las Rocinas, qué son esas rocinas. Por norma general, el rociero tiende a pensar que se trata de algo relacionado con la vegetación. Y resulta que no es así, sino que está vinculado al animal. Y, la rocina, es el femenino del rocín. Y, el rocín, es un caballo. De ahí el nombre del mítico Rocinante, cabalgadura del legendario Quijote.

El bosque de las Rocinas, es el bosque de las yeguas. La Virgen de las Rocinas, es la Virgen de las yeguas marismeñas.

Y a mí me encantan los caballos. Y a mí la Virgen me cuenta cuentos...

Era el segundo año que me echaba al camino con Almonte, a pie tras el Simpecao. Mis motivaciones: mi hermana, un amigo y yo mismo. Ellos por sus cosas y yo por la satisfacción de poder compartir esta peregrinación con el pueblo de la Virgen, porque soy uno más de los que entienden cómo es de grande Rocío. Hasta dónde hunde sus raíces...

Fue un camino particularmente duro pero bellísimo. Arenas tan secas y tan sueltas eran una penitencia bastante considerable y, sin embargo, la belleza de todo lo que estaba viviendo esfumaba cualquier lamento posible. La fe de los peregrinos, la generosidad de Almonte, la complicidad entre personas y caballerías...

Caballerías... Qué bonito me resulta disfrutar de todas las emociones que me inspiran los caballos en el camino de Almonte.

Ocurrió al final del camino, en el templete del arco mariano donde se reza la última de las Salves que se le van ofreciendo a la Virgen y se entra ya en la aldea. En ese último tramo, el de las parcelas, la convivencia entre peregrinos y caballistas había sido tensa porque los jinetes rodeaban a los de a pie e incrementaban la presencia de polvo, dificultándoles la respiración. Resultó difícil en un par de ocasiones lograr que marcharan en su lugar.

Frente al templete estábamos mezclados peregrinos, jinetes y monturas. Y, entonces, pasó.

Sentí el golpe brusco de la cabeza de un caballo contra la espalda y como, a continuación, se refrotaba contra mí. Sabía que no era peligroso, pero no le daba ninguna otra relevancia.

“Ohhhhh ¡Mira cómo le hace cariños!” escuché entonces.

Dos voces sonaron unos metros por detrás de mi oído izquierdo y le dieron explicación a lo que acababa de ocurrir. La yegua volvió a golpearme y a refrotarse. Me dí la vuelta, le palmee el cuello y le hice caricias mientras le decía cosas bonitas mirándole uno de sus grandes ojos. Volvía a darme la vuelta.

Se repetía la secuencia. La yegua volvía a frotarse, yo volvía a quererla... Me encantan los caballos...

Me hizo quererla tanto en ese momento que terminé rezándole la Salve al oído, contándole así lo grande que era la Virgen. Y, sin embargo, creo que fue la rocina quien mejor me la contó.